8 de septiembre de 2011

Introspectivemos (1)

A nadie se le escapa que uno de los principales indicadores para conocer la salud de un deporte es el estado de sus categorías inferiores. En nuestro caso, son un claro ejemplo de que hay algo que no funciona. Los sistemas de competición son dispares en función de la categoría (en algunos casos, una encrucijada), los recursos económicos que destinan las instituciones son insuficientes (y seguramente seguirán mermando), los árbitros brillan por su ausencia (mejor que no aparezcan, pensará alguno), las instalaciones no reúnen las mínimas condiciones y los equipos se descuelgan con incumplimientos de la normativa, retiradas a media temporada y suspensiones sin previo aviso, incluso cinco minutos antes del partido. No hace falta ser demasiado intuitivo para llegar a la siguiente conclusión: no es plan.

En primer lugar, resulta bastante triste que las primeras categorías de los juegos escolares estén integradas por apenas seis equipos (como sucedió la temporada pasada). El pánico que provoca en los coordinadores deportivos la diferencia de nivel existente entre las grandes y las pequeñas escuadras provoca que adopten posiciones muy conservadoras y que sus equipos salgan finalmente en las segundas categorías. También se produce el caso contrario, aquellos que sobrevaloran las cualidades de sus jugadores y los inscriben en grupos completamente fuera de su alcance. O quienes, aun conscientes de las limitaciones de sus pupilos, prefieren que se codeen con los buenos porque consideran que esa es la única forma posible de que mejoren. La casuística sería inagotable.

A todo esto habría que añadir un factor ciertamente impredecible, como es la evolución física y técnica de los jugadores. Los seres humanos no somos máquinas, en nuestras trayectorias vitales no describimos líneas rectas ni nos movemos por parámetros matemáticos. Los equipos punteros en una determinada categoría no son necesariamente los más destacados en la siguiente dos años más tarde. Incluso hay jugadores que, por sus características, se adaptan mejor a una categoría que a otra. El hecho cierto es que, por muy preparado o por mucha intución baloncestística que posea el coordinador correspondiente, la probabilidad de error en la asignación de la primera o segunda división (salvo en los grandes) es amplia, y no digamos ya en el caso de los equipos de nueva creación.

¿Ideas?

La solución, desde nuestro punto de vista, es bien sencilla: que dicten sentencia las canchas. El mejor sistema para determinar el nivel real de un equipo en una competición no son los sesudos razonamientos de despacho (imprescindibles, por otra parte), sino los resultados deportivos cosechados sobre una pista de baloncesto. En el plano organizativo, la idea sería tan fácil de trasladar a la realidad como montar una fase previa al más puro estilo de la Liga Autonómica (ya sea por sistema de liguilla o de eliminatoria directa). De esta forma, además, se evitarían en la primera parte de la temporada las sempiternas e intrascendentes fases coperas que no hacen sino multiplicar el número de enfrentamientos directos entre equipos, en muchos casos hasta los seis por campaña.

La idea sería formar en cada categoría un grupo de unos diez equipos (los suficientes para que haya pelea por la parte alta y baja de la tabla clasificatoria) que compongan la primera división, siendo relegados los restantes a la segunda. También sería recomendable que ese número se mantuviera en todas las categorías, desde alevín a cadete, con el fin de dotar de cierta uniformidad a los juegos escolares y hacer reconocibles las competiciones al público y a los protagonistas. A partir de esta división, se entendería que los equipos de la primera categoría formarían parte de la élite de la comunidad (entiéndase la palabra en su contexto) y que, dada la limitación de recursos disponibles, hacia ellos deberían volcarse los principales esfuerzos, humanos y económicos. Sobre ello reflexionaremos en una segunda parte.


MARIO TAMAYO CASTAÑEDA | www.algosemueve.org